miércoles, enero 20, 2010

Hoy es el día mil del tiempo del infinito. Las horas han transcurrido en grupos pares, tríos y cuartetos del terror que me ignoran. Y entonces me ahogo. Me ahogo en esta prisión del tiempo incesante, que no ha parado de punzarme desde hace ya su infinito. Y su infinito se proyecta. Es, sin duda, mi única noción de futuro; un futuro que es muy cierto de tan adverso que lo veo.

Hoy ya no tengo ganas de nada, hoy siento que las horas del infinito me han cogido para siempre y me han vuelto a envolver en sus lanas calurosas de cambio de temporada. Mil días, mil más que me quedan. ¿Es acaso esto el infinito? ¿Esto es la promesa edénica perdida? Vivir en el ahogo constante, sin sentir el aire, porque se vuelve cada momento más tórrido, más uno de los mil verdugos del tiempo del infinito; entre olas de ignorancia, de incertidumbre que manan de la certeza absoluta de que no me siento brillar, de que he sido devorado por lo que tanto temí, lo que tanto idealicé, lo que tanto esperé.

Lo peor, en este espacio intempestivo no se llora, porque las lágrimas son efímeras; pasajeras señales del alma que rehúye su condena, tratando de expiar, de saciar la sed que produce este calor infernal. Entonces, así nada queda para escapar. Se nos obliga a vivir sumidos en esta transición nebulosa, este limbo deprimente que nadie conocía. Se me obliga, porque me atrapan, porque he sido uno más de los juguetes tenebrosos que la vida puso en jaque, para darle sentido a los sin sentidos.

Perdí. Ya no tengo ni siquiera la posibilidad de una reflexión ontológica de mí, porque no soy un mí, un yo, ni un soy. Soy el no ser que lucha a ser, ese absurdo silogismo que nunca entendí y que ahora cobra el sentido pleno, la realidad más absoluta, el vestigio plausible de que soy un no ser, porque toda vez que soy me doy cuenta de que no soy... o no he sido. La ontología barata me agobia, me hace sentir que no he sido.

Pero lógico. No he sido, solo me he dejado convertir en un reemplazo provisorio de las insatisfacciones del mundo; de mi mismo mundo. He sido lo que no he querido ser. He amado al que no quería amar. Soy peor que Fedra, cometo crimen más dramático, porque ni siquiera trato de perderme en el destino truculento de mis artimañas. Tampoco he logrado cobijarme entre los bosques y los ciervos, porque no los hay, porque no existen. Y el veneno, no lo tomo; la pócima, no la bebo. No tengo nada, ni una cicuta, ni unos justicieros, mucho menos unos verdugos eficaces, porque he sido mi propio jurado.

Gritos, gritos incesantes salpican en mi mente, los oigo un día y los mil que me quedan. No se callan, porque me odian, porque anhelan enrostrarme que no tengo ni siquiera tu número rojo que me despierte, que me anime, que me haga pensar que todo tiene un sentido. Sí, sería más fácil si tú, a lo lejos, allá, vieras que estoy acá. Pero no me ves, porque te dejo ciego de tanta polvareda que se ha levantado de mi cuerpo cansado. Porque he aniquilado incluso esa media hora de satisfacción que nos brindamos.

Ayúdame a callar esos silbidos, esos abucheos que mi cerebro programa. Esa connotación esquizofrénica que ha sido una característica oculta, un temor bien fundado. Fragmentario ha sido mi amor, pero entero te lo quiero entregar. Pedazos de relojes desconocidos que emulan un tiempo lisonjero, pero que en realidad ha sido solo pus negro, bilis y humores incurables. Pútrida vida que se ríe otra vez en mi cara.

Qué ridículo es todo esto, qué insensato en creer que te puedo coger de la mano para que me saques de esta arena movediza que me ha atrapado. O peor aún, qué patética vida esta que, en el momento en que nos pudo reunir, salió con sus picardías criminales y me liquidó hasta siempre.


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